San Manuel Bueno, mártir.
I
Comienza la novela narrada, en primera personas, por una mujer, Ángela Carballino.
Cuenta que el obispo de la diócesis (jurisdicción religiosa) de Renada, perteneciente a Valverde de
Lucerna, tiene la intención de beatificar, santificar, a san Manuel Bueno, quien fue párroco de la
zona. Agrega que quiere dejar como recordatorio todo lo que sabe de él, a quien considera su padre
espiritual.
Su padre físico falleció siendo ella una niña. Sabe que llegó al pueblo, Valverde de Lucerna,
como forastero, donde echó raíces. Dice que trajo consigo unos cuantos libros (Quijote, obras de
teatro clásicas, novelas, historias, Bertoldo), los cuales leyó con ansia. Su madre apenas le
contaba sobre su padre. Esta se hallaba, castamente, enamorada de don Manuel. Los recuerdo y
dicho de San Manuel relegaron los de su marido.
Ángela recuerda a don Manuel desde los diez años, antes de que la llevaran a un colegio
religioso de la ciudad de catedralicias de Renada. Comenta que tendría el párroco unos treinta y
siete años. De constitución alta, delgada y con una postura erguida. Dice que llevaba la cabeza
como Peña del Buitre lleva su cresta. Tenía los ojos con una hondura azul propia del lago de
Valverde de Lucerna. Afirmaba que se llevaba las miradas y corazones de todos. Ángela alega que
él, al mirarlos, parecía traspasar la carne como un cristal con su mirada. Todos lo querían,
especialmente los niños. El pueblo comenzaba a considerarlo un santo. Así, se sentía lleno y
embriagado de su presencia.
Llega, desde América, Lázaro, hermano de Ángela. Este les enviaba dinero, a ella y a su
madre, con el que vivían en una decorosa holgura. Lázaro hace que su madre mande a Ángela a un
colegio de religiosas para que su educación se completara fuera de la aldea. Sin embargo, la idea de
las monjas no le agradaba mucho a Lázaro. Comenta que le hubiese gustado mandarla a un colegio
laico y progresista. Quería que Ángela se pula y que no siga entre esas nefastas aldeanas. Así,
Ángela entra en el colegio pensando hacerse maestra, pero pronto la pedagogía se le atraganta.
II
Ángela cuenta que le colegio conoció a niñas de la ciudad con quienes inició una amistad.
Seguía atenta a lo que ocurría en en su aldea. Recibía frecuentes noticias y esporádicas visitas.
Hasta el colegio llegaba la fama del párroco don Manuel. Las monjas le interrogaban sobre él.
Desde pequeña, cuenta, fue muy inquieta y curiosa debido a los libros que legó su padre.
Este espíritu inquisidor floreció en el colegio, especialmente, en el trato con una compañera que se
aficionó mucho a Ángela, llegando a firmar un juramento de hermandad perpetua con sangre. Otras
veces le hablaba sobre matrimonios y novios. Comenta que no ha vuelto a saber nada de ella. Añade
que cuando le decía algo sobre don Manuel, mediante la lectura de una carta, entraba en un estado
de éxtasis. Le decía que tenía suerte que poder ver a un santo en carne y hueso y poder besarle la
mano. Le pidió que cuando vuelva a su pueblo le escriba y que le cuente de él.
Ángela comenta que pasó en el colegio cinco años, volviendo a los quince a Valverde de
Lucerna. Para este momento entonces, el pueblo se hallaba ahogado de don Manuel, estaba inmerso
en la esencia de este. Llegó ansiosa de ponerse bajo el ala de él.
Decían que había entrado en el seminario para hacerse cura y así poder cuidar los hijos de su
hermana, recientemente viuda. Además, en el seminario se había distinguido por su agudeza mental
y su talento. Llegó a rechazar grandes oportunidades de trabajo pues quería ejercer en Valverde de
Lucerna, de su aldea perdida.
Quería a los suyos mucho. Su vida se basaba en arreglar disputas familiares, tales como
matrimonios desavenidos o desafortunadas relaciones entre padres e hijo. Pero, sobre todo, se
dedicaba a consolar a amargados y ayudar a bien morir.
, La desgraciada hija de la tía Rabona se perdió y volvió con un hijo, soltera y desahuciada.
Entonces don Manuel hizo que se case con ella su antiguo novio, Perote. Este le dijo que aquel no
era su hijo, a lo que don Manuel le retrucó que el crio no tenía la culpa. Perote terminó siendo un
viejo, inválido y paralitico, con un hijo que lo ayudaba, quien no era suyo pero lo reconoció como si
lo fuera.
En la noche de San Juan, la más breve del año, solían acudir hombres y mujeres que se
creían endemoniados. Así, don Manuel hizo del lago una piscina probática y así intentar curarles.
Con la dulzura de su mirada y su gran presencia, logró su cometido. Así creció su fama, atrayendo a
todos los enfermos del contorno. Una vez, llegó una madre pidiéndole que haga un milagro, a lo que
don Manuel responde que “no tengo licencia del señor obispo para hacer milagros”.
Le preocupaba que andasen todos limpios. Si veía a alguien con la ropa rota lo mandaba al
sacristán para que se lo remiende. Cuando iban a felicitarlo por el día de su santo, el primer día del
año (como Jesús Nuestro Señor), don Manuel quería que todos se presenten con camisa nueva.
Don Manuel presentaba por todos el mismo afecto, aunque distinguía a los más
desgraciados. Al tonto del pueblo, Blasillo era a quien más enseñaba, y este le imitaba por el
pueblo.
Su voz era maravillosa, tanto, que hacía llorar. En el sermón del Viernes Santo exclamaba:
“¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Así, recorría un temblor hondo por el
pueblo. Era como si oyeran a Nuestro Señor Jesucristo. Una vez, su madre, la de don Manuel, no
pudo contenerse y gritó: “¡Hijo mío!”. Ese grito puedo haber salido de la Dolorosa, virgen con siete
espadas atravesadas en el corazón, que se hallaba en una de las capillas del templo.
Nadie se atrevía a mentirle y todos se le confesaban. Tal era su fama que un juez de un
pueblo vecino le pidió de le arranque una confesión a un asesino reciente. Don Manuel se negó,
alegando que no saca la verdad a nadie que pueda llevarlo a la muerte.
Todos acudían a misa solo para verlo a él. Cuando recitaban al unísono el Credo parecía que
no era un coro, sino una sola voz, fundidas todas en una y haciendo como una montaña, cuya
cumbre perdida entre las nubes era don Manuel. Llegado a cierta parte del credo la voz de don
Manuel se zambullía en la voz del pueblo y callaba. Ángela oía las campanadas de la villa
sumergida en el lago, campanadas que se oyen en la noche de San Juan, y eran las de las villas
sumergidas en el lago espiritual de su pueblo, de Valverde de Lucerna. Después de conocer el
secreto de don Manuel, se siente desfallecer.
Don Manuel nunca se ponía a declamar contra herejes durante la misa, ya que en el pueblo
no había ninguno. Sin embargo, sí criticaba la mala lengua del pueblo, ya que no quería creer en la
mala intención de nadie.
Su vida era activa y no contemplativa; huía del ocio y de la soledad, ya que algún
pensamiento lo perseguía. Por ello, siempre estaba ocupado. Escribió muy poco para sí mismo, en
cambio hacía de memorialista para los demás.
También trabajaba manualmente, ayudando en labores del pueblo. Un día de invierno crudo
se cruzó con un niño, muerto de frío, a quien su padre le enviaba a recoger una res en el monte. Don
Manuel le dijo que vuelva a su casa, que él mismo recogería lo pedido. En invierno partía leña para
los pobres. Cuando se secó aquel magnifico nogal, nogal matriarcal le decía, a cuya sombra había
jugado de niño y con cuyas nueces se había deleitado, pidió el tronco, se lo llevó a su casa y
después de labrar en él seis tablas, que guardaba al pie de su cama, hizo del resto leña para calentar
a los pobres. Solía hacer juguetes para los niños.
Solía acompañar al médico en sus visitas. Se interesaba en los embarazos y en la crianza de
los niños. Despreciaba el dicho “¡Teta y gloria!” y lo otro de “angelitos al cielo”, ya que ambas
frases denotan la intención de la religión de concebir niños y dedicarlos a la otra vida, siendo en la
presente unos súbditos más de la doctrina religiosa. A don Manuel le conmovía profundamente la
muerte de los niños. Una vez, un niño se suicidó, y el párroco le preguntó a su padre, un forastero,
si le daría cristiana sepultura, a lo que este le responde que seguramente, ya que en el último
momento el niño se arrepintió del acto que había cometido.