El RENACIMIENTO EN ESPAÑA
INTRODUCCIÓN
Contexto Histórico:
La unión de las Coronas de Castilla y Aragón en 1479, la conquista del Reino de
Granada y el descubrimiento de América supusieron la consolidación de un Estado
moderno en España. Muchas creaciones artísticas que responden a una intención
propagandística a favor de la monarquía estaban realizadas de tal manera que el
pueblo las pudiera comprender con facilidad. La unificación religiosa, después de la
expulsión de los judíos, dotaba de una enorme influencia a la Iglesia, que se
convierte en la mayor demandante, tanto de construcciones como de objetos
artísticos para servicio del culto.
Frente a la sociedad urbana que lideró en Italia las teorías humanistas, la sociedad
española tiene un esquema diferente en el que las ciudades no juegan un papel tan
destacado. No existe una burguesía importante que ejerza el control sobre los
núcleos urbanos y reclame un arte especial. La nobleza, básicamente cortesana y
terrateniente, está influenciada por el gusto de los monarcas y favorece, a
excepción de ciertos grupos refinados, un arte religioso.
El inicio de la reforma protestante en 1519 y la defensa a ultranza del catolicismo
que protagoniza España, hace que desde mediados del siglo XVI los principios de la
Contrarreforma adquieran una gran importancia.
Los rasgos esenciales del Renacimiento llegan a España cuando ya están
plenamente consolidados en Italia. Desde los últimos años del siglo XV los artistas
se sienten atraídos por las novedades y viajan a Italia; allí entran en contacto con
el gusto de la recuperación de la antigüedad y su reinterpretación. El resultado es
una asimilación singular y muy personal donde se dan cita componentes muy
diferentes. A la expresividad gótica de asimilación singular y muy personal donde
se dan cita componentes muy diferentes. A la expresividad gótica se incorpora el
nuevo lenguaje decorativo del Renacimiento.
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,Arquitectura del Renacimiento en Italia y fuera de Italia1:
Podemos empezar por establecer una regla general: no existe en el terreno de la
cultura una transmisión de ideas o formas que no lleve consigo alguna alteración.
Con ser el Renacimiento un movimiento universal y concorde, será prudente que no
entendamos la misma cosa cuando se trate de Renacimiento italiano o francés,
alemán inglés o español.
No en balde el arte es un conjunto de tradiciones y de prácticas impersonales,
conmovido de vez en cuando por la sacudida del genio, pero nada más. El fondo
intrahistórico se mantiene impertérrito y sólo evoluciona por oscuras causas
colectivas. El “espíritu territorial”, como diría Ganivet, no se desmiente nunca.
Es muy difícil desarraigar los usos, las costumbres y tradiciones de un país, sólo
por el prurito de imitar a otro. A la larga, esto nunca prospera y se llega a un
compromiso. Así vemos que lo primero que se adopta de una arquitectura
extranjera es la decoración, lo externo, lo superficial, lo que queda a flor de piel.
Pero variar la estructura, la distribución de los edificios, las prácticas constructivas
y tantas cosas más que pertenecen a la tradición, es ya mucho más difícil.
La influencia de la arquitectura italotoscana se dejó sentir en los países
transalpinos de varias maneras: por vía directa, merced a los arquitectos italianos
que trabajaron en las diversas comarcas de Europa; también directamente, por
medio de los escultores, entalladores y otros artífices menores, que tanto
coadyuvaron a la formación del elenco de formas decorativas, de tan enorme
importancia, sobre todo, en el primer Renacimiento; indirectamente por lo que los
grandes señores vieron en sus viajes por Italia, y en último término por estampas,
series decorativas, grabados, etc.
Aun en el caso más directo, el del arquitecto italiano trabajando fuera de su país, el
influjo fue menos profundo y penetrante de lo que a primera vista pudiera creerse.
La labor del arquitecto extranjero se hallaba muy limitada y condicionada. El
arquitecto no crea solo. Con él, participan otros dos factores que juntos constituyen
el triángulo director de la obra. Son éstos el patrono, el que se llamaba señor de la
obra, y el maestro constructor, lo que ahora llamaríamos el contratista. Dos
pertenecen al medio local, sólo uno es representante del extranjero. Suponiendo
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CHUECA GOITIA, Fernando, Arquitectura del Siglo XVI en Ars Hispaniae. Historia Universal del Arte
Hispánico. Editorial Plus Ultra, Madrid, Noviembre de 1953.
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,que el señor ha sido quien ha traído al artista extranjero, con ánimo de emular en
su país la elegancia y fastuosidad que ha podido admirar en sus viajes, defenderá a
éste en todo lo que haga para manifestar externamente el nuevo gusto, pero, sin
duda, se mostrará reacio a cambiar los hábitos y modos de vivir en su casa, y, por
consiguiente, el artista se verá forzado a servir los vinos viejos en odres nuevos.
Clarísimamente se dio este caso en los castillos del Loira, donde la decoración
renacentista se aplicó a edificios que, por su masa y disposiciones, eran
verdaderamente tradicionales. La silueta de estos floridos palacios seguía siendo
gótica, casi feudal, y era el resultado de un concepto de vida y del señorío –junto a
exigencias climáticas –que no podía sustituirse con la facilidad con que los
candeleros habían sustituido a las agujas góticas, o el acanto a la hoja de vid o al
cardo.
El segundo factor es el maestro de obra. Por un imperativo gremial muy fuerte,
todavía en el XV y XVI, nadie que no estuviera examinado de maestro por una
corporación podía encargarse de trabajos del oficio. En España, los gremios se
constituían en cofradías religiosas bajo un santo patrón. Eran las encargadas de
legislar el trabajo y dar títulos. Eran celosas de sus prerrogativas y sabían hacer
valer sus derechos ante príncipes y señores. a veces se unían entre sí por medio de
pactos, para tener más fuerza. El artista extranjero, por lo regular, tenía que
entregar la ejecución de los trabajadores a maestros del país, formados en prácticas
constructivas conservadoras y locales. Con estas cortapisas, se comprende que los
italianos no pudieran imponer completamente su arquitectura en los países del
continente.
La inadecuación de las estructuras a la decoración conduce a una mayor profusión
ornamental y a una invención de elementos, todo con objeto de enmascarar o
disfrazar miembros estructurales para que “pasen” mejor. Un elemento tan gótico
como el contrafuerte, tenía por fuerza que atormentar a los acicaladores nuevos de
la obra vieja. En las fábricas renacentistas de la fase de transición pueden verse los
ingeniosos expedientes con que los adornistas vestían los voluminosos
contrafuertes, con pilastrillas, recuadros, imágenes, grutescos, etc. Queda otra
cuestión, un contrafuerte, especie de espigón saliente, necesita un remate en el que
terminar. El arte gótico, con un elenco de formas propias y perfectamente
adaptadas a la función, había resuelto el problema con las agujas y pináculos. En el
Renacimiento, se tuvo que acudir al bazar de los cachivaches antiguos para
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, “remodelar” los accesorios que la nueva arquitectura requería. Admira muchas
veces el talento de adaptación con que estas operaciones se llevaron a cabo, pero
otras, estimando la artificialidad y travesura de los artistas, no puede por menos de
reconocerse que, a pesar y por lo mismo de tanto perifollo, la ansiada decoración no
llega. No faltan en Lombardía ejemplos de esta facundia y versatilidad de
soluciones para atemperar lo nuevo a lo viejo –la Catedral de Como, la Cartuja y la
Catedral de Pavía y tantos otros edificios que lucen su pintoresca silueta y pinchan
el aire con innumerables remates, deliciosamente constituidos por templetes,
pequeños habitáculos, candeleros, etc.
En nuestra España, las mismas exigencias produjeron análogos resultados. En la
arquitectura plateresca, la fantasía, como la electricidad, escapa muchas veces por
las puntas: cresterías, candeleros y pináculos son gala y ufanía de nuestros
canteros y entalladores Juan de Badajoz “remodeló” los pináculos de la catedral de
León a la manera romana, dejándonos muestra muy curiosa de su ingenio para el
calambur a que obligaba la moda.
Una notoria semejanza de factores artísticos, sociales y hasta psicológicos,
emparentó en la escueta línea clásica. Tanto es así, que el título del presente
epígrafe debiera ser, no arquitectura del Renacimiento en Italia y fuera de Italia,
sino Arquitectura Cisapenina y Transapenina.
No puede hablarse de verdadero clasicismo, por lo tanto, sino cuando aludimos al
gran arte toscano-romano. Lo demás son desviaciones, y sólo poco a poco, no
súbitamente, estos caminos vecinales se irán acercando a la calzada real, para
terminar de afluir a ella. El triunfo fue muchas veces penoso, pero la victoria
estaba de antemano descontada. Si en el renacimiento arquitetónico, Toscana y
Lombardía representaron el extremo purista, España significa el reverso
anticlásico. Lombardía es el “trait-d’union”. En España, las raíces del goticismo
eran formidables. Ya dijimos que adoptar una nueva decoración era una cosa y
variar las estructuras era otra bien distinta y más ardua. En España, hasta Toledo
y Herrera, o quizás poco antes, hasta los originales atisbos andaluces, no se logra
que la arquitectura religiosa abandone la estructura gótica.
En España, la decoración, salvo casos –un poco toscos –de purismo, se encuentra
desorientada cuando tiene que organizarse y articularse. Se copiaban los elementos
pero después había que agruparlos. Se recordaba algo del vocabulario pero se
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