2. LA NOVELA A PRINCIPIOS DE SIGLO. PÍO BAROJA Y MIGUEL DE UNAMUNO.
El cambio de siglo supone también un cambio en la forma de comprender y mirar el mundo.
La crisis de la fe en el racionalismo y su consecuencia artística ―el realismo― lleva a los autores a
buscar nuevas formas de expresión. Las definiciones de la novela aportadas por autores como
Stendhal (“un espejo que se pasea a lo largo de un camino”) o Valera (“acción contada”) ya no
sirven. Los jóvenes escritores rechazan el principio que sustenta el realismo, esto es, la creación de
unos esquemas interpretativos que tienen un sentido dado: la contextualización, las estructuras
cerradas, la descripción precisa de lugares y personajes, el narrador omnisciente, etc. En la narrativa
noventayochista, la trama se desvanece: si la vida carece de hilo argumental y de orden, ¿por qué ha
de tenerlos un relato? Interesan otras cosas ―la realidad como trasfondo de las experiencias
subjetivas y la conciencia, el interés por los detalles que revelan una pequeña verdad, la
aproximación sugestiva e indefinida a personajes y hechos, etc.― y para ello es necesaria una
concepción distinta y más amplia de la novela. Aunque había precedentes, como las novelas de
Ganivet, el escritor que abre una brecha decisiva en la narrativa realista al uso es Miguel de
Unamuno (1864-1936). Lo hace con su segunda novela, Amor y pedagogía, publicada en 1902, año
clave en la evolución del género, pues en ese año se publican también Camino de perfección (Baroja),
La voluntad (Azorín) y Sonata de otoño (Valle-Inclán). No existe una frontera clara entre el Unamuno
filósofo y el Unamuno novelista y poeta, por eso en sus poemas y narraciones nos encontramos
con muchas de sus preocupaciones existenciales. Amor y pedagogía presenta, en el fondo, un
conflicto entre los elementos racionales y los impulsos naturales. Algunos críticos y escritores,
acostumbrados a los modos realistas, consideraron que esta obra no era una novela. Unamuno creó
como respuesta el término “nivola”. Tardó doce años en publicar Niebla (a la que subtituló como
“nivola”). En este ingenioso libro aparecen hondas inquietudes vitales tratadas de nuevo con un
peculiar sentido del humor que el propio autor denomina “bufo-trágico”. Entre sus muchas
peculiaridades está la de que uno de sus personajes nos explica qué es una “nivola”. Tiene esta
cuatro características principales: la renuncia a toda preparación, para ir escribiendo “a lo que salga”
(la unidad de los diversos temas tratados la da la verdadera realidad: “la realidad íntima”);
eliminación de los elementos descriptivos (en caso de aparecer, lo harán por su valor simbólico);
concepción “agonista” del personaje central, esto es, en conflicto con su propia existencia;
importancia del diálogo. En sus novelas o “nivolas”, Unamuno juega con todos los elementos
(estructura, personajes, narrador…) y exige la constante participación del lector mediante prólogos,
post-prólogos, epílogos, etc. en los que se polemiza sobre diversos aspectos de ellas. Se trata, pues,
de una idea muy libre del género que a Unamuno le permite usarlo como instrumento para la
reflexión acerca de la existencia y la identidad. Esto se aprecia en títulos como La tía Tula, Abel
Sánchez… Pero quizá su mejor obra sea San Manuel Bueno, mártir, novela corta que, a modo de
evangelio moderno compuesto por una mujer llamada Ángela, nos transmite con un depurado
lenguaje algunas de las más íntimas preocupaciones de su autor: la lucha entre fe y razón, el
conflicto entre ilusión y verdad, el vigor de la “intrahistoria”… En su rechazo de las formas
establecidas, los nuevos narradores se aproximan a modos de hacer típicos de la poesía. En San
Manuel Bueno, mártir, el uso de paradojas y símbolos ―los nombres de los personajes, la flor del
breviario de Manuel, “el nogal matriarcal”, el lago y las montañas de Valverde de Lucerna, las
campanas del antiguo pueblo anegado por las aguas…― dan al relato una hondura que no podría
haber alcanzado de otra manera.
Hay algo poético también en la escritura de Azorín (1873-1966). No solo en su exquisito uso
del lenguaje y en su pincelada rítmica y evocadora, sino también en su carácter fragmentario. Sus
libros son una mezcla de géneros ―relato, ensayo, crítica― donde los sucesos quedan apresados en
una red contemplativa y reflexiva. Su fina sensibilidad y su cultura le permiten encontrar en la fugaz
sucesión de la realidad y de la historia verdades discretas y permanentes. El lector actual parece
haberse olvidado de Azorín; pero este escribió, además de ensayos memorables (Castilla),
interesantísimas novelas, como Don Juan o Doña Inés.